A ambos lados de la callejuela, se levantaban unos edificios
desordenados con aspecto de haber sido reformados cientos de
veces a lo largo de los siglos.
Gina solo tenía el nombre de la calle, confiando en que
fuera fácil localizar el estudio de un famoso escultor.
Sin embargo, había llegado a un callejón sin salida y no veía
el menor indicio de que detrás de alguna de aquellas puertas
pudiera hallarse el taller de un artista.
Cuando se dio la vuelta, vio a una mujer mirándola con cara
de curiosidad.
–¿Puedo ayudarla, señorita?
–Es posible... Estoy buscando a Robin Locksley. Me dijeron
que tenía su estudio en esta calle.
La mujer la miró detenidamente. Gina se había puesto el
traje sastre de color gris que reservaba para las reuniones
importantes de trabajo.
Pensó que tal vez debería haberse puesto unos zapatos
planos y unas gafas de carey para tener un look más serio. Pero
los zapatos rojos de aguja formaban ya parte de sus
herramientas de trabajo. Los necesitaba para ganar unos centímetros y sentirse un poco más segura de sí misma.
La mujer terminó su inspección, mirándola una vez más de
arriba abajo.
–¿Está esperándola Robin?
–¿Lo conoce usted?
–Por supuesto. Conozco a todo el mundo. Incluso a usted,
señorita Mills.
Gina bajó la mirada y siguió a la mujer calle abajo hasta un
viejo garaje con las puertas oxidadas en el que había un cartel
en el que se decía que un tal Mike podía reparar un coche
mientras el propietario se tomaba un café.
–¿Robin? –gritó la mujer, tras abrir la puerta con su llave–.
¿Te apetecería ver hoy a la lechera?
¿La lechera?, se dijo Gina extrañada por la expresión.
Oyó luego un gruñido de desagrado proveniente de la parte
de arriba del local.
–Ahora no, Tinker –dijo él abstraído en su trabajo.
Gina alzó la vista y vio a Robin Locksley subido en una
escalera de madera modelando en arcilla la figura de un caballo
saltando.
–¿Aún sigues queriendo retorcerle el cuello?
–Nada ha cambiado desde la semana pasada –respondió él,
inclinándose un poco hacia atrás para ver cómo le estaba quedando la figura–. Ya he tenido bastantes quebraderos de
cabeza con esa maldita casa como para crearme ahora más
problemas.
–¿Puedo dejarla pasar entonces?
–¿Cómo dices? –exclamó él, dándose la vuelta–. ¿Está aquí?
–Sí, ha venido sin el cubo ni el taburete de ordeñar, pero por
lo demás se ajusta bastante bien a tu descripción. Es realmente
abundante –dijo Tinker con una amplia sonrisa–. Por supuesto,
me ha ayudado mucho a reconocerla el hecho de que hayas
estado dibujándola estos últimos días.
–Tinker...
–La encontré medio perdida en la calle buscando el estudio.
Podrías ir pensando en poner tu nombre en la puerta. Así
evitarías este tipo de cosas.
–Lo que conseguiría sería atraer a los curiosos. No quiero
que nadie me interrumpa cuando estoy trabajando –dijo él,
mirando hacia donde estaban las dos mujeres.
Tal vez fuera efecto de la luz del sol que entraba por la
claraboya del techo, pero Gina sintió sus ojos como dos
carbones encendidos quemándole la piel, derritiéndole la
camiseta y reduciendo sus rodillas a una masa pastosa.
–Sé que soy la última persona sobre la faz de la Tierra con la
que desearía hablar, señor Locksley, pero tengo algo importante
que proponerle si dispone de diez minutos.
–¿Una proposición?
Robin miró la escultural figura en forma de reloj de arena
de Regina Mills , iluminada a contraluz por los rayos del sol
que se filtraban por el tragaluz.
Tal vez se trataba de un señuelo enviado por Gold.
Desde arriba, pudo ver el escote de su blusa y la forma en
que sus deliciosos pechos se apretaron cuando ella alzó la mano
para protegerse los ojos del sol.
–¿Puede concederme diez minutos? Tal vez podríamos
sentarnos. He traído un pastel. Es casero. Preparé también un
poco de té.
Robin se limpió las manos con un paño para darse tiempo a
reflexionar y apaciguar su libido. Debería mandarla a paseo,
pero pensó que un hombre no recibía a menudo la proposición
de una mujer tan sexy llevándole un pastel.
–¿Cómo ha conseguido dar conmigo? –preguntó él,
mientras Tinker se despedía con un gesto, aparentemente
satisfecha de dejarlo en tan saludable compañía.
–Muy sencillo. Buscando Robin Locksley en Internet –replicó
ella, dando un paso hacia atrás al verlo bajar un peldaño de la
escalera–. Tecleé su nombre y apareció un galardonado escultor
que estaba realizando un importante encargo para esculpir, en
bronce y a tamaño natural, uno de los caballos de carreras más
famosos de todos los tiempos. Y había una fotografía. –¿Mía? –exclamó él, bajando otro peldaño de la escalera.
Ella tragó saliva, pero no retrocedió.
–No, del caballo. Era del Racing Times. No hay apenas fotos
de usted. Ni siquiera tiene una página web.
–No la necesito.
Gina se dio la vuelta y contempló las docenas de fotografías
que había clavadas por las paredes en las que se veía al caballo
desde todos los ángulos y posiciones. Al galope, saltando, en
reposo... Había también unos cuantos dibujos anatómicos del
esqueleto, los músculos, los vasos sanguíneos y del ademán del
animal en el momento del salto.
–Si hubiera sabido quién era, habría utilizado esa
información para dar mayor publicidad a la casa. Los
propietarios de ese tipo de caballos suelen ser multimillonarios
y Storybrooke está muy cerca de uno de los principales centros
de adiestramiento de caballos de carreras del país.
–Se las arregló muy bien sin mi ayuda para llenar todas esas
columnas de su anuncio –replicó él con ironía–. Pero no ha
respondido aún a mi pregunta. ¿Cómo consiguió saber mi
dirección?
–Eso ya no fue tan fácil. La verdad es que, si no hubiera sido
por Tinker, aún estaría buscándolo por estas callejuelas.
–¿Y cómo llegó hasta aquí?
–Lo siento, señor Locksley, pero un agente inmobiliario nunca revela sus fuentes.
–Déjeme adivinarlo. ¿Un periodista? ¿Un marchante de
arte? Freddie Glover dio una fiesta con motivo de la
inauguración de su nueva casa... ¿Ha venido a disculparse?
–Estoy segura de que a Gold le habría gustado verme
humillada en público, pero puedo hacerlo ahora si usted
quiere... Siento mucho lo que pasó, pero esa no es la razón por
la que estoy aquí.
–¿Y por qué está aquí? –preguntó él, tratando de controlar
la excitación que estaba sintiendo–. Pero pase y cierre la puerta
si piensa quedarse. No me la voy a comer...
Ella no parecía del todo convencida, pero cerró la puerta,
respiró hondo y se dirigió hacia él con un balanceo lento y
cadencioso de su seductora figura.
La luz que se filtraba por la claraboya iluminaba a Gina como
los focos de un teatro a una diva entrando en escena. Él pudo
ver que ella había tratado de disimular la exuberancia de su
cuerpo bajo aquel impoluto traje sastre gris. O tal vez no. Tal vez
había tratado de buscar el efecto contrario. Llevaba una falda
muy ajustada a los muslos y, a cada paso que daba, se le subía
unos centímetros, dejándole ver una buena longitud de sus
esculturales piernas... cuando no tenía la vista puesta en su
escote.
Llevaba el pelo recogido en un moño muy elegante y provocador. Robin sintió deseos de soltárselo para verlo caer
como una cascada sobre sus hombros.
Estaban lo bastante cerca como para que llegase a él la
frescura de su aroma con olor a limón y chocolate. Pero no lo
suficiente como para poder tocarla.
«Olvídate de la tarta. Cómetela a ella lentamente,
saboreando cada bocado», parecía decirle una voz interior.
Pero debía ser cauto. Podía ser solo una estratagema de
Gold & Son. Le habían enviado una bomba sexual para
disuadirle de que presentase la demanda contra ellos.
–¿Y bien? –dijo él, esperando su respuesta–. ¿Qué es lo que
quiere?
Gina se pasó la lengua por los labios y tragó saliva. Unas
gotas de sudor corrían por entre sus pechos.
Vio la evidencia de su excitación en el abultamiento de sus
pantalones vaqueros y sintió deseos de quitarse la chaqueta,
soltarse el pelo y... tocarlo.
Alzó la vista y vio el brillo de sus ojos, confirmando que él
estaba deseando lo mismo que ella.
Pero tenía que controlarse. Ya era bastante indignante que
él pensara que había saboteado la venta de su casa como para
que ahora creyera que era una ninfómana sedienta de sexo.
–No quiero nada de usted, señor Locksley. Al contrario. He
venido a hacerle un favor. Voy a venderle la casa.
–Señorita Mills...
–Lo sé –le interrumpió ella, levantando la mano en un gesto
de rendición–. ¿Por qué tendría que confiar en mí después de lo
del anuncio?
–No lo sé, pero estoy seguro de que usted va a decírmelo.
Gina soltó la correa del maletín donde llevaba el ordenador
portátil y lo dejó en el suelo. Luego puso la caja de la tarta en el
banco de trabajo que estaba lleno de herramientas. La mayoría
parecían armas letales. Agarró con la mano un hueso muy largo
que, por su aspecto, debía de ser una costilla.
–Perteneció a la última persona que vino a molestarme –
dijo él, apartándose de la escalera.
A pesar de su aire sombrío, parecía gozar de un cierto
sentido del humor. Prometedor...
Gina alzó la vista y contempló la escultura. Un caballo
saltaba un obstáculo invisible y podía verse su corazón
inflamado a través de la caja torácica.
Por lo que había visto en Internet de sus trabajos, tenía la
impresión de que las vísceras debían de ser una fuente muy
importante de inspiración para él.
–Tiene una visión muy peculiar de un caballo, señor Locksley
–replicó ella con una sonrisa.
–Cualquiera puede hacer una escultura bonita –respondió
él, quitándole el hueso y dejándolo de nuevo en el banco de trabajo–. Yo pretendo mostrar lo que hay detrás de la fuerza y el
movimiento. Los huesos, los tendones, el corazón.
–El motor en lugar del chasis, ¿no? El interior de las cosas.
–Lo verdadero, lo que es importante.
–Vi su obra en el Tate Modern. Aquella casa tan especial.
También había sido despojada de sus muros y fachadas para
mostrar su esqueleto interno.
–Veo que ha venido con los deberes hechos.
–Solo la vi de pasada. Pero diría que tenía un aspecto...
sombrío.
–Veo que, como todo el mundo, lleva un crítico dentro.
–No. Era muy hermosa. Solo que... estaba vacía. Y una casa
sin gente no es una casa, es solo una estructura.
–Tal vez esa fuera la idea que quería expresar –dijo él.
–¡No me diga que he acertado! –dijo ella muy
entusiasmada, y luego añadió tras echar una nueva ojeada al
caballo–: ¿No le parece que es demasiado grande?
–Haré un modelo más pequeño en una edición limitada.
–Quedará muy bien en la repisa de una chimenea... Lo
siento, he dicho una estupidez. Estoy un poco nerviosa.
–No me extraña. ¿Piensa realmente Gold que
puede comprarme con un escote atrevido y un trozo de pastel?
–¿Qué? –exclamó ella, comprobando si llevaba abrochado el botón de arriba de la blusa–. Se equivoca. Gold no me envió. En
cuanto al escote, creo que he pasado demasiadas horas
cocinando y me he excedido algo probando mis tartas.
–Por eso, quiere ahora compartirlas conmigo, ¿no?
–Pensé que algo dulce ayudaría a romper el hielo.
¿Hielo? ¿De qué hielo hablaba?, se preguntó él. Todo era
calor. Un calor que fluía por sus venas, haciendo que oyera los
latidos acelerados de su corazón.
Había estado dibujándola de manera obsesiva toda la
semana, tratando de sacársela de la cabeza. Pero aunque había
conseguido plasmarla fielmente sobre el papel, a sus retratos les
faltaba el calor y la chispa del original.
Ahora le gustaría desnudarla y dibujarla al natural con sus
exuberantes curvas modeladas por un juego de luces y sombras.
Quería dibujarla desde todos los ángulos, penetrando
dentro de ella hasta ser capaz de plasmar su alma. Hasta poder
ver lo que estaba pensando, lo que estaba sintiendo. Luego
convertiría todo eso en una imagen tridimensional en cuyo
interior estuviese su corazón.
–¿Qué tipo de pastel ha traído? –preguntó él.
–No sabía cuál le gustaría más, así que he traído una
selección –dijo ella abriendo la caja–. Hay de limón, de
chocolate, de café, de jengibre con crema y.... mi preferida: el pastel pasión.
Robin se acercó a la caja. El aroma a vainilla parecía
retrotraerle a su infancia, cuando le permitían pasar la lengua
por los restos de la crema pastelera que había quedado en el
cucharón y dar un mordisco al pastel tal como salía del horno.
Pero ya no era un niño, ahora sus tentaciones no eran los pasteles, sino aquellos pechos que debían de ser igual de dulces y
cremosos.
–Veo que no estaba bromeando cuando dijo que se había
pasado muchas horas cocinando –replicó él, tomando el primer
trozo de pastel que encontró–. ¿Le recomendaron eso en la
clínica paitilla como terapia ocupacional?
–Llámeme Gina, por favor. Así es como todos me llaman.
–Prefiero Regina–dijo él, chupándose la crema que le
había quedado en el pulgar.
Ella se sonrojó como una colegiala.
–Nadie me llama así. Solo mi madre cuando me reprende
por hacer algo que no le gusta.
–Bien, ahora seremos dos. Tu madre y yo.
–De acuerdo –exclamó ella con una leve sonrisa–.
Comprendo que esté molesto conmigo. Pero no es cierto nada
de lo que se publicó sobre mi estado de salud. Además, quiero
que sepa que salí del despacho de Gold apenas quince
minutos después de que usted se marchara.
–¿Te despidió? ¿Cómo es posible? La ley no permite despedir a una persona estando de baja por enfermedad.
–Me negué a cooperar en su plan de cuestionar
públicamente mi salud emocional y recluirme en el Paitilla
para salvaguardar así la reputación de la empresa.
–Lo leí en la prensa.
–Sí. Todo el mundo se ha enterado. Se supone que ahora
estoy de cura de reposo en el Paitilla. Pero no estoy loca. Yo
no fui la que escribió ese artículo. ¡Me tendieron una trampa! –
gritó ella muy airada y poniendo los ojos en blanco, como si
estuviera representando una tragedia griega.
Él se quedó absorto, contemplando sus ojos marrones y sus
labios.
Se preguntó cómo reaccionaría si se acercase a ella, le
agarrase la mano y se la llevara a la bragueta mientras la besaba
apasionadamente.
–Me amenazó con demandarme por dañar la imagen de la
empresa, si no accedía a pasar por una chiflada. Sus intenciones
no podían estar más claras.
Él se dio la vuelta y conectó la cafetera. Luego sacó un par
de tazas y colocó una bolsita de té en cada una.
–Tan claras como que Storybroke está plagada de
carcoma. Resulta difícil desmentir algo cuando se ha publicado
ya en la prensa, ¿verdad?
–Exactamente... En realidad, no quería decir que estuviera plagada de carcoma. La casa ha estado bastante descuidada los
últimos años y el tejado necesita algunas reparaciones, pero la
estructura es sólida. El anuncio solo pretendía despertar el
interés de la gente –subrayó ella muy seria, como si eso fuera un
elogio para la casa–. Y creo que lo conseguí. Mi fotografía fue
publicada el fin de semana en los suplementos de todas las
revistas inmobiliarias.
–¿Tu fotografía? –exclamó él, haciendo un gesto para que
ella se sentara en el viejo sofá en el que solía dormir cuando se
quedaba a trabajar hasta muy tarde–. ¿No contrató Gold a
un fotógrafo profesional?
–¡Oh, sí! El hombre sacó las mejores fotos que pudo del
interior, pero aquel día estaba lloviendo y, a pesar de los
esfuerzos que hizo para mejorarlas con el photoshop, las de los
exteriores quedaron bastante deslucidas. Así que, dadas las
premuras de tiempo, cuando el clima mejoró, me acerqué a la
casa a primera hora del domingo y saqué yo misma otras fotos.
–Tienes buena mano con la fotografía.
–No tiene ningún mérito. Saqué cientos de fotos y elegí la
mejor. Si Gold no se hubiera dejado llevar por el pánico, habría
contratado los servicios de una empresa de limpieza para
adecentar la casa. Luego habría invitado a los editores de las
revistas más importantes a almorzar en algun restaurante de Maine y les habría
llevado a visitar la casa para que la vieran en todo su esplendor.
La primera impresión es la más importante.
–¿Y luego?
–Obviamente, le habría mandado a usted una buena oferta
esa misma semana.
–¿A pesar de la carcoma de la escalera y las goteras del
tejado?
–Nadie lo notaría. No ha llovido en toda la semana.
–Esta ola de calor no puede durar.
–Por eso no debemos perder tiempo y ponernos manos a la
obra. Storybrooke tiene mucho potencial. No me había fijado
bien en la amplitud de sus dependencias hasta que me paré a
verlas con más detenimiento. ¡Por el amor de Dios! ¡Si tiene
hasta una lechería y una fábrica de cerveza!
–Era algo bastante habitual en las mansiones de aquella
época, cuando la cerveza era más saludable que el agua. Pero
no la he visto funcionando en mi vida. Ni tampoco la lechería –
dijo él acercándole al pastel.
–Podrían reconvertirse en talleres, alojamientos turísticos,
oficinas... ¿Desea aún vender la casa? –preguntó ella,
inclinándose hacia delante y mirando Gina llevaba uno de esos sujetadores de encaje que
producen a veces accidentes de tráfico en los conductores
demasiado observadores.
–Esto es más complicado de lo que cree. Es más que un
negocio, es algo personal –dijo ella muy seria, alzando la vista–.
Lo que haga con Gold & Son es asunto suyo. Mis servicios
no le costarán un solo penique –añadió ella, cruzando las
piernas.
Robin tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista de
sus piernas
–Aunque, si prefiere quedarse sentado y esperar un año o
dos hasta que el escándalo se haya olvidado... –dijo ella,
mordiendo un trozo de pastel de limón glaseado.
Él vio sus labios y sus dientes hundiéndose en la cremosa
masa de la tarta. Eran unos dientes blancos e inmaculados. Y sus
labios parecían pétalos de rosa...
Olvidó de repente su teoría artística de ver el interior de las
cosas. Deseaba dibujarla desnuda, quería aprenderse de
memoria su voluptuoso cuerpo, moldearlo con sus propias
manos para recrearlo luego en arcilla. Deseaba saborear la
punta de su lengua y lamer el resto de la crema que le había
quedado en los labios.
–Puede que tenga suerte –añadió ella, aparentemente ajena
a la excitación que le estaba provocando–. Seguramente detenidamente los trozos
de pastel para elegir uno con sus seductoras uñas pintadas de
rojo pasión.
–Veo que estás muy interesada en este negocio –dijo él,
echando otra mirada a su escote y sintiendo toda su sangre
acumulándose entre las ingles.
aparezcan otras noticias que hagan que la prensa se olvide del
asunto. Es probable incluso que publiquen el anuncio original –
continuó ella, apurando su pastel y chupándose la punta de los
dedos.
–Sí. Ya me he dado cuenta de todos tus «talentos».
–Lo que tal vez no haya visto, señor Locksley, es que he sido
objeto de una conspiración por parte de un hombre que
deseaba conseguir el puesto por el que he estado luchando
durante años trabajando catorce horas al día.
–Llámame Robin –dijo él–. Solo mi administrador me llama
señor Locksley.
Él esperaba que ella le devolviera la broma diciéndole
«Ahora seremos dos, tu administrador y yo». Pero no fue así.
–Lo siento, Robin. Cuando te dije que esto era algo más
complicado de lo que pensabas, era verdad. El asunto del
anuncio no fue ningún error.
–¿No?
–No. Iban a por mí. Tú fuiste una víctima colateral.
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